30 sept 2008

- Antecedentes Históricos -

A través de los últimos años, los adelantos médicos en cuanto a transplantes de órganos, nos transportan a pensar que cada día será más común reemplazar una parte del cuerpo humano por otra similar; se puede decir que ya no hay órgano alguno, exceptuando el cerebro, que no pueda ser sustituido en parte o en su totalidad, para mantener un equilibrio corporal y hacer prevalecer los índices de vida con períodos más amplios. Mucho se escucha de los transplantes de corazón, riñón, hígado, médula, córneas, etc., con sorprendente interés y elogios, pero poco o nada valoramos los magníficos resultados que a diario se han obtenido con uno de los órganos más grandes del cuerpo humano, que es la piel. Sí, un órgano tan perfecto y dúctil, que responde a la función principal de aislar el medio interno de todos los demás órganos frente al agresivo medio externo del cual somos víctimas pasivas, pues nadie se propone reconocer la importancia del tegumento corporal como el órgano más noble y con elocuente capacidad de transplante.

Los primeros intentos médicos por reemplazar órganos inservibles o dañados fueron precisamente los ligados al epitelio dérmico, cuya pérdida de sustancia significó una voz de alerta para impedir la injuria del medio ambiente hacia los demás órganos del cuerpo humano, es decir, vencida la barrera tisular, era muy probable que los agresores físicos, químicos, biológicos y hasta psíquicos, penetraran fácilmente y crearan un desequilibrio del medio interno.

La primera descripción de un trasplante de piel la realizó Reverdin en 1869, tras lograr un autoinjerto en uno de sus pacientes. Hasta entonces se desconocían los aspectos inmunológicos y se creyó que se podía utilizar piel de otro individuo con buenos resultados. En 1874 Menzel, y posteriormente en 1881 Girdner, fueron los primeros que usaron la piel de un cadáver en el tratamiento de pacientes. La transmisión de enfermedades infecciosas y el rechazo inmunológico se convirtieron en los principales escollos en la práctica de los aloinjertos. A comienzos de siglo se planteó la necesidad de ser más restrictivos en la selección de donantes y en 1925 se recomendó usar la piel de personas sanas. La Segunda Guerra Mundial, donde los acontecimientos bélicos se llevaron miles de vidas por quemaduras, actuó de acicate pata tratar de superar los inconvenientes. Hasta entonces el paciente quemado era un condenado a muerte. Pacientes con el 30% o 40% de su cuerpo quemado morían en un 50% de los casos. Gracias a los avances de los últimos tiempos, en especial en los aspectos de cobertura transitoria y cobertura definitiva, los pacientes con el 70% o más de la superficie corporal quemada pueden conservar la vida. Fundamentalmente los injertos homólogos de piel cadavérica y el cultivo de epidermis son los responsables que se puedan mantener con vida quemados que antes eran imposible salvar. Una serie de factores ha acompañado estos avances, tales como el desarrollo de unidades especiales de quemados, con una infraestructura técnica importante y equipos médicos multidiciplinarios, así como sistemas de aislamiento eficaces y la posibilidad de contar con un espectro importante de antimicrobianos locales y antibióticos sistémicos. A su vez, los avances en el campo de las anestesia y la reanimación han permitido plantear como tratamiento de elección, la reanimación precoz de los tejidos quemados necróticos para suprimir la causa fundamental de la enfermedad: la escara, tejido necrótico que continene productos tóxicos que matan al paciente.